Comentario
El problema interno de Egipto en tiempos de sus dos primeras dinastías había consistido en encontrar fórmulas de convivencia entre una aristocracia dominante y una masa de población dominada. La inscripción de la peana de la estatua de Khasekhem, con la mención de tantos miles de muertos en el norte, es un elocuente testimonio de aquel dramático proceso.
Apenas resuelto este problema, comenzó a agudizarse otro, no ya social como el primero, sino espiritual. Dentro de la mentalidad, de raíces prehistóricas, de la época tinita, no resultaba difícil aceptar la identificación del faraón con el sol, como grande y única divinidad cósmica. En la figura del halcón se concertaban el rey, el sol y el cielo en una mágica y sola potencia. Pero en cuanto esta equiparación comenzó a ser objeto de dudas y reflexiones, la base de la religiosidad egipcia mostró sus primeras fisuras. Una de las fases del sol, el sol naciente, se hizo independiente como dios del mundo y asumió las funciones de creador que hasta entonces se había arrogado el faraón. El Ra de ese sol naciente reemplaza al Ra del faraón. Mientras antaño los recién nacidos recibían su espíritu vital del Ra faraónico, ahora creen recibirlo del Ra solar.
El importante desarrollo económico y social que se produce en esta época tendrá como reflejo la construcción de las pirámides. La de Zoser en Saqarah y las de Gizeh serán las más importantes.
A la difusión de esta creencia -El Ra de ese sol naciente reemplaza al Ra del faraón- que ponía en entredicho su divinidad, respondieron los faraones con una portentosa exhibición de poder: las pirámides. Estas gigantescas moles de piedra los eternizan después de su muerte; de las pirámides y sólo de ellas, afirma el nuevo credo, emanan las fuerzas que garantizan la supervivencia de Egipto. Es necesario erigir enormes mausoleos; su construcción ha de tener para el pueblo el valor de un servicio religioso. En su competencia con el culto solar, las pirámides alcanzan dimensiones cada vez mayores, pero cuando el culto solar alcanza al fin la supremacía en esta disputa, vuelven a disminuir de tamaño y su construcción se verifica con mucho menos cuidado.
Para hacer posible la participación de todo el pueblo en el servicio religioso que es la construcción de la pirámide, el país entero es sometido a una reorganización. Las posesiones del rey en cada cantón se convierten en centros político-administrativos del mismo. Las aldeas pierden aquella autonomía patriarcal que habían tenido en la época anterior y sus habitantes pueden ser trasladados de una finca real a otra, según convenga. La propiedad privada es abolida. Todos los egipcios están al servicio del faraón, quien se cuida de ellos según la profesión y la actividad de cada uno.
Esta nueva situación impuso una radical reforma administrativa, con una nutrida burocracia a su servicio. Gracias a esta reorganización fue posible realizar el prodigio de que hombres cuyas manos nunca habían hecho nada más alto que una casa, o incluso una choza, levantasen esas moles que desde entonces han sido el pasmo de la humanidad. Es curioso que egipcios de épocas muy posteriores y dueños de expresarse con plena libertad, no pronunciasen o escribiesen nunca una palabra de censura contra el sistema que había permitido aquellas realizaciones. Todos los grafitos que hombres de otras épocas escribieron en los muros, en los pasillos, en los templos de las pirámides, manifiestan únicamente el asombro que éstas les producían, y algunos de ellos declaran, incluso, no haber recibido en su vida impresión más profunda y duradera.
Los datos históricos que poseemos, aun siendo muy parcos, permiten adivinar que desde el reinado de Keops se produjeron graves disensiones en el seno de la familia real. Kefrén logró deshacerse, no sin ciertas dificultades, de sus rivales de la familia de Radiedef; pero Micerinos hubo de esperar ocho años para suceder a los dos hermanos de su padre, que ocuparon el trono antes que él y fueron luego execrados como impíos usurpadores. La erección de la pirámide de Micerino en Gizeh obedece al propósito de mostrar los vínculos que lo unían a Keops. Sin embargo, la relativa pequeñez de la pirámide, de sólo 66,50 metros de altura, constituye un claro exponente de la crisis por la que atravesaba la doctrina de la realeza divina.
La pirámide de Micerino fue acabada por su hijo Shepseskaf (2470-2465 a. C.). Éste ni siquiera se preocupó de mantener la tradición familiar en Gizeh y prefirió hacerse una tumba de tipo distinto y en terreno aún virgen, entre Dahsur y Saqarah. Su mausoleo tiene la forma de un gigantesco sarcófago, de 100 metros de longitud y 18 de altura, sobre una plataforma no muy elevada. Es la llamada por los árabes Mastabat Fara'un, con flancos en talud, dos de ellos ligeramente realzados sobre la línea del techo convexo. Al este del edificio, despojado hoy de su revestimiento de piedra, se levantaba un templo funerario pequeño, como el de Micerino, enlazado con el del valle por una calzada cubierta. El cambio, brusco y sin duda deliberado, responde a novedades en el concepto del rey, en el culto funerario y en las ideas de ultratumba, cambios que habían de prevalecer en la siguiente dinastía. El faraón-dios, ya vencido, cedía su puesto al dios Ra.
Según el Papiro Westcar los tres primeros reyes de la V Dinastía (2463-2322) eran hijos del dios solar y de la mujer de un sacerdote de Ra. Con esto, y según el modo egipcio de escribir la historia, se quiere significar que en tiempos de la nueva dinastía, el dios del sol se convirtió en rey del mundo. Nada seguro se sabe acerca del origen de los nuevos faraones, ni siquiera si estaban o no emparentados con los de la IV Dinastía; Maneton afirma que procedían de Elefantina. Tal vez sea cierto, pues no hay motivo para sospechar que el dato se haya inventado.
El primer monarca de la familia, Userkaf (2463-2455), instaura la costumbre de que el rey construya un santuario a Ra en la margen occidental del Nilo, en los alrededores de Abusir. La traza del monumento se basa en la idea de la colina ancestral, de la que emergió como primer punto de la creación, a partir del caos, un poste erguido. La versión pétrea de este poste será el obelisco, en cuya cima se posa el sol cada mañana. A su alrededor se construye un patio para los sacrificios. Nadie conoce los detalles del ritual; sólo sabemos que estos templos tienen desde este momento en la religión del Estado la misma significación que antaño habían tenido las pirámides. El dios Ra es ahora el ordenador del mundo, el que al principio de todas las cosas dio las directrices -el maat- por las que el mundo había de regirse.
El nuevo credo religioso tuvo profundas consecuencias. Al cesar el rey en su cometido de sostén del mundo, ya no hacía falta que sus colaboradores fuesen príncipes de sangre real, y de hecho la mayoría ya no lo son. Los dioses locales, que antes reflejaban la fisonomía del rey-dios, se independizan y convierten en poderosas divinidades, sólo supeditadas a Ra como señor supremo. Así, por ejemplo, Ptah, el dios local de los artesanos menfitas, se convierte en dios de la creación cósmica, y los nombres personales derivados del suyo van siendo cada vez más frecuentes. El Estado conserva, en lo fundamental, su antiguo aspecto exterior, pero en su seno están germinando las semillas de muchas novedades.
El culto de Ra no sólo minó los fundamentos del concepto tradicional del Estado, sino que fomentó una visión del mundo que apuntaba ya en la mastaba de Nefermaat y en sus coetáneas de Meidum, pero que sólo ahora es llevada a sus últimas consecuencias: se trata de la visión complacida y regocijada de todos los bienes que rodean al hombre en la tierra merced a la acción bienhechora del sol, esto es, de Ra. Sólo un cabo quedaba por atar en esta risueña concepción del mundo: ¿qué pasaba con los muertos? Antes, el faraón difunto se identificaba con Osiris y mantenía el orden y la tranquilidad en aquel mundo, como primero lo había hecho en el de los vivos; pero aunque el sol se sumergiese de noche en el reino de las sombras, tenía que abandonarlo al amanecer, para su celeste recorrido diurno, dejando a los muertos a merced de los poderes del caos. Esta era una deficiencia que había que subsanar y que paulatinamente, hacia el final de la dinastía, fue remediada, con perjuicio para Ra, con el culto de Osiris.
En efecto, los dos últimos faraones de la Dinastía V -Asosi y Unas- ya no edifican santuarios de Ra, y Unas es el primero en grabar en los muros de su modesta pirámide de Saqarah los textos del ritual funerario propio de las personas reales conocidos hoy como "Textos de las Pirámides". Lo mismo harán los cuatro primeros reyes de la VI Dinastía y las tres esposas de uno de ellos, Pepi II.
¿Qué son estos textos? Materialmente los integran más de 700 pasajes, de extensión desigual, que requieren unas 4.000 columnas de bien trazados jeroglíficos. En ellos se encierra una retahíla de jaculatorias, recitadas en el entierro del rey y que permitirán a éste alcanzar una nueva vida en el Más Allá. Las dificultades de interpretación que estos textos encierran para los exégetas modernos dimanan de que aun tratándose de una especie de drama mitológico, no hacen referencia alguna a la acción, sino que reproducen simplemente las palabras que en el curso de la misma se pronunciaban. En general, parece que el fondo del mito era la muerte de un dios de la fertilidad, que se transformaba en deidad femenina y volvía a nacer de ésta. La correlación con el mito de Osiris es patente. Pero aun así, Ra no fue desplazado, ya que siguió siendo considerado padre del faraón, y como tal, situando a éste, a su muerte, entre las estrellas del firmamento.
Aunque no se sepa con certeza, es probable, dada la propensión de los egipcios a contemplar el otro mundo como trasunto de éste, que los mortales que habían vivido conforme al orden social establecido (decimos social y no moral), confiasen también en alcanzar la inmortalidad en tanto que súbditos del faraón, esto es, siendo juzgados por éste, labrando sus tierras, sirviéndole de remeros en sus naves solar y lunar, llevando sus armas: en suma, reiterando los servicios que aquí le habían prestado a lo largo de su vida.